ANDREÍNA WHITE En la actualidad, uno de cada 75 niños está considerado dentro del espectro autista y un 10% de los niños sufre de déficit de atención con o sin hiperactividad. Un niño no es autista, padece autismo. Un niño no nace autista, se convierte en autista o mejor dicho «se le desarrolla el autismo». La medicina y la psicología convencional no pueden explicar el aumento exponencial de este síndrome. Se está convirtiendo en un problema de salud pública y la autoridades sanitarias no saben qué solución darle al problema cada vez más grande.
¿Por qué no creer y pensar que, aparte de la genética, hay factores externos que están incidiendo en este aumento de autismo, como es el estilo y modo de vida que llevamos, los factores tóxico-ambientales y lo que ingerimos, entre otros? ¿Y por qué no creer y pensar que todos estos factores están en el origen de las enfermedades autoinmunes de nuestros tiempo que hace unas décadas eran prácticamente desconocidas? ¿Es que no son nuevos para nuestro organismo (comparado con el siglo XIX) las ondas de telefonía móvil, los plásticos, el microondas, la cantidad de polución ambiental, los conservantes y colorantes, los fertilizantes, los procesados, los refinados, la alimentación basada en trigo, leche y azúcar; sumando el estrés y edad avanzada de una madre embarazada, los nuevos métodos de inseminación artificial, los partos no naturales (cesáreas), las múltiples vacunas que un niño recibe antes de los 2 años, las innecesarias veces que reciben antibióticos, la intoxicación por metales pesados, y entre otros miles de factores con los que el cuerpo de una criatura tiene que enfrentarse, tolerar inmunológicamente y desintoxicar?
Todos estos factores parece que afectan en mayor manera al colectivo del llamado «espectro autista», probablemente porque tienen una vulnerabilidad genética que los predispone a una intolerancia a la leche de vaca, lo que genera un intestino inflamado, sensible y permeable (el 100% de los niños con autismo sufren de problemas intestinales al haberse realizado biopsias), que altera al sistema inmune (70% de nuestro sistema inmune está en nuestro aparato digestivo) y produce una mala absorción de nutrientes, con importantes deficiencias nutricionales y un desequilibro en la flora bacteriana comensal, que a su vez permite una entrada de toxinas al organismo. A su vez, los individuos que padecen de espectro autista se caracterizan, por causa genética, por tener una baja capacidad de desintoxicación, lo que los vuelve mucho más vulnerables a los «tóxicos modernos» y a tener aún más un sistema inmune alterado, que produce un constante estado inflamatorio. Todo esto repercute en el cerebro, especialmente en el cerebelo, que es la parte del cerebro que regula las actitudes emocionales y conductas que se ven afectados en el autismo.
Sabiendo todo esto es lógico pensar que podemos tratar el autismo, que es curable y que es reversible. Y es natural pensar que la manera de hacerlo es «revirtiendo» todos esos tóxicos, y trasladar al individuo, en la medida de lo posible, a un entorno alimentario y ambiental similar al siglo XIX.
A raíz de este razonamiento, nació la terapia biomédica, que consiste en disminuir la entrada de tóxicos al organismo y tener una alimentación óptima y suplementada. De esta manera se quiere reparar el tracto digestivo, reponer la flora bacteriana, nutrir al organismo, desintoxicar el cuerpo, disminuir el estado inflamatorio y oxidativo y de esta manera reponer esa actividad normal del cerebelo.
Centrándonos en la dieta, hay varios puntos a considerar.
Uno, debemos pensar que genéticamente estamos hechos como los cavernícolas. Sólo tenemos un 1% que nos diferencia. ¿Qué comían los cavernícolas? Pues vegetales y proteínas animales. Sumado a esto, los alimentos disponibles en la dieta diaria tienen gran cantidad de fertilizantes, conservantes, colorantes y aditivos químicos, sustancias que el cuerpo debe desintoxicar. Si esta capacidad está disminuida, nos encontramos con que este «modernismo» no nos beneficia.
Además, debemos de pensar que la alimentación de hoy en día es prácticamente a base de lácteos (la leche de vaca es extraña para los humanos, pues no somos becerros), trigo (crea muy fácilmente reacciones inflamatorias) y azúcar (alimento totalmente refinado, que alimenta a la flora dis-biótica).
Entonces, dentro de la terapia biomédica, tratamos de llevar una alimentación similar a la que se usaba en el Paleolítico (a base principalmente de vegetales, proteínas animales y grasas), 100% biológica, exenta estrictamente de lácteos, azúcar y gluten (trigo y otros cereales), así como alimentos a los que cada paciente ha desarrollado su propia intolerancia.
Al no poder tomar pan de trigo ni otros cereales con gluten, usamos una alternativa muy interesante. Se trata del pan de castañas, que es una buena aportación para la nutrición de estos individuos. Cumple con estas tres características de la alimentación biomédica: es un vegetal 100% biológico, libre de gluten y, además, es una buen aporte de proteínas, fibra, vitaminas y minerales.
Valor nutritivo
El pan de castaña es muy rico en hidratos de carbono, contienen pocas grasas y es rico en minerales (potasio, hierro, fósforo y magnesio) y en vitaminas (B1 y B6) necesarias para el sistema nervioso y el cerebro. Por su contenido en potasio y carencia de sodio son ideales para los hipertensos. El pan de castaña no contiene sal.
Al pan de castaña no se le añade ni levadura prensada, ni huevo, ni leche ni, por supuesto, contiene gluten; por lo que además de ser un pan muy indicado para las personas celiacas, cubre un amplio campo de las necesidades alimentarias de un grupo de la población que es intolerante al trigo, huevo, leche y levadura de panadería. No obstante, remarcar que también es válido para todas aquellos consumidores que quieran deleitarse con un pan de castaña al 100%, pues su sabor y textura lo convierte en un pan «gourmet».
*Dietista, colaboradora de Investigación y Desarrollo Panadero (Indespan). Más información: www.panaderiasingluten.com