eldiariodeleón.es
27/02/2011 ÁNGEL DE PAZ FERNÁNDEZ
Si septiembre era lluvioso, a primeros de octubre ya había castaños que regañaban . Este era el término que empleábamos para indicar que los erizos se abrían y enseñaban su codiciado fruto. Las personas adultas nos decían que no cogiéramos las castañas tan pronto, que estaban insípidas. No les faltaba razón. Los primeros días su sabor no era el mismo: no tenían el regusto dulce característico de las castañas de aquella zona. Pero era tal el ansia con la que las aguardábamos, que no teníamos paciencia para esperar. En cuanto empezaban a pingar, al cesto, al fuego y al estómago. Si el sabor no era tan dulce-¦ ya mejoraría, pero el apetito, nos lo saciaban.
Nos juntábamos dos o tres que teníamos los castaños próximos, apañábamos nuestras castañas y, luego, por costumbre, llenábamos un cestín en el castaño de algún vecino.
Arrancábamos tomillos, cantuesos y escobas hasta hacer un buen montón. En medio, en un lecho de hojas, colocábamos las castañas. La hora habitual era el atardecer, ya puesto el sol, de forma que terminábamos y regresábamos a casa ya de noche. Los domingos, a veces, hacíamos dos, por la mañana y al anochecer. Hecha la pira, venía el momento más delicado. Éramos niños y no nos permitían andar con mecheros ni con cajas de cerillas. Cogíamos a hurtadillas un par de mixtos y los envolvíamos en un trocito de papel. Si la cerilla no se encendía, raspándola contra una piedra bien seca, estábamos perdidos. Más de una vez, tuvimos que ir a pedir auxilio con todo preparado. ¡Qué alegría ver aquellas llamaradas rápidas de los tomillos y las escobas! Provistos de unos palos largos a guisa de furganeiros , recogíamos las castañas y las ramitas que se dispersaban y, cuando las brasas se consumían, con los mismos palos las aplanábamos para poder recoger las castañas sin quemarnos. Decíamos que había que dejarlas un ratín para que se amagostaran , pero la impaciencia casi siempre nos vencía. Más de una vez pasamos algún susto porque algunas reventaban al pelarlas y, en alguna ocasión, todavía peor: en la boca, al morderlas.
E sta alegría de las hogueras al atardecer duraba unos cuantos días. Cuando la temporada avanzaba y las castañas alcanzaban su punto de sabor, empezaban los magostos en casa, en la lumbre baja y con el tambor colgando de la pregancia. Se oía su ruido acompasado: rin, ran-¦ rin, ran-¦ al pasar por la calle y se percibía su aroma característico:
-”Mira, ya están asando castañas-¦
Como la cosecha se prolongaba hasta que se escogían los montones de erizos acarreados, todo el invierno había castañas tiernas para asar y constituían una delicia para nuestros paladares.
Con el tiempo, la fiesta del magosto se fue haciendo más sofisticada y, a las castañas y el vino, se añadieron los chorizos, las peras y otros manjares, pero, en lo más hondo de mi recuerdo, lo que queda son aquellas hogueras de la tarde por Rozas, Chanos o Fontanales.
No recuerdo que, con aquellas hogueras manejadas por manos infantiles, se produjera ningún incendio. Todo el campo y, especialmente, los castaños estaban mucho más limpios que ahora.