Berta, al menos, valora que el Ayuntamiento haya dado «facilidades» para remozar la caseta en la que venden estos frutos. «Nos dejan ir poco a poco. Si no, no podríamos hacer frente a la inversión», explica, a pesar de reconocer que la gente les felicita «por mantener el puesto». «Es toda una tradición. La gente ya sabe lo que cuesta un cucurucho, pero las cosas están muy mal. Peores que en otros años», lamenta. Desde la plaza del 6 de Agosto, uno enfoca la calle de Fernández Vallín. Más allá, Begoña. En dirección a la iglesia de San Lorenzo, frente al estanque de Los Campinos -ahora en obras-, se encuentra otro puesto más de castañas. Dentro, bien abrigada, se encuentra Bárbara Álvarez. «Somos castañeras, pero no millonarias», contesta cuando se le pregunta por las nuevas obligaciones tributarias. «Es un simple apoyo, no nos da para vivir», señala.
«Está mal para todos»
Se reparte los turnos del puesto con una hermana, por lo que no siempre despacha castañas con vistas a San Lorenzo. Una situación que, eso sí, no le ha impedido observar que las ventas han caído mucho en comparación a los otoños de la bonanza. «Está mal para todos, ¿cómo no va a estarlo también para las castañeras?», se pregunta Bárbara, estudiante de Administración y Finanzas, que carga contra la Corporación por las nuevas obligaciones impuestas: «Piensan que, por vender castañas, somos ricas».
Dentro del horno de gas, el alimento del equinoccio. Armada con guantes va poco a poco metiendo en cucuruchos de papel las castañas. Unos las comen de camino a casa, otros esperan para poder acompañarlas con un poco de sidra dulce. ¿Los precios? «A partir de 2 euros, aunque yo puedo venderles los cucuruchos por el valor que deseen», sonríe Bárbara, hija, señala, «de la primera castañera de Gijón». «Ella empezó en Corrida y después se fue a Ezcurdia. Al final, lo dejó. Entre todos llevaremos en esto 30 años», indica.