Hasta no hace muchos años (diez, quince, no más) la carne de cerdo tenía mala prensa por estas playas; difícilmente en las góndolas de los supermercados uno podía encontrar algo más que costillas para desazón de los emigrantes que recordaban el refrán “del cerdo, hasta los andares” y no podían llevar a la olla ni el rabo del marrano. Ahora orejas, manitos, cabeza, jamones, paletas, solomillo o bondiola fresca son frecuentes, y se habla sin tapujos de grasa cardiosaludable y otras virtudes (como la supuestamente afrodisíaca que hace unos meses ponderó la misma presidenta Cristina Fernández no sin cierta picardía) de una carne que en España tuvo importancia decisiva en la dieta desde tiempos inmemoriales, cuando los aborígenes de la península se nutrían de la carne de los muchos jabalíes que reinaban en sus montes comiendo bellotas, hasta los años en que constituía su solo consumo “cédula de cristiano viejo”. Precisamente, el cerdo llamado ibérico (sus scrofa mediterraneus), de pata negra, orejas pequeñas, hocico largo, patas estilizadas que le permiten recorrer largas distancias para conseguir alimento, y un esqueleto fino pero muy resistente, es descendiente directo de aquellos animales casi míticos que veneraban los celtas, y en ellos ya habían reparado los sibaritas romanos cuando sus legiones conquistaron Hispania. Se trata de un animal totalmente distinto del cerdo blanco (no autóctono) del que proviene el jamón serrano. Su carne es más oscura por tener mayor contenido de hierro y otros minerales que se asimilan en un 100% (en el caso de las lentejas no pasa del 30%) al ingerirla. Por otra parte, la particular genética de nuestro cerdo ibérico le permite una natural infiltración de grasas en su masa muscular, de ahí el alto porcentaje de grasa entreverada e infiltrada que poseen sus carnes. Esta particularidad redunda en su jugosidad y sabor, que por comparación convierten en insípidas las carnes del cerdo blanco. Actualmente, los productores del ibérico no solamente comercializan jamones, paletas o lomos curados, sino diferentes cortes frescos. Claro que estas carnes que ya conquistaron el mercado europeo, estadounidense, chino y el exigente nipón, aun no llegan a esta orilla del Río de la Plata. Pero los cocineros de aquí, tan acostumbrados a los buenos y variados cortes de carne vacuna, poquito a poco van incorporando a sus creaciones diferentes cortes de cerdo blanco, ya que reconocen que se trata de una carne que admite diferentes tipos de cocción, ingredientes ácidos, dulces o amargos; y trasciende la cocina tradicional dependiendo de la creatividad de cada uno. En cualquier caso, atrás quedaron los tiempos en que había que recurrir a proveedores casi secretos para conseguir unas orejas de cerdo para enriquecer nuestro cocido tradicional. Otro producto que solían extrañar los emigrantes era la castaña, insustituible junto a los nabos antes de la llegada de la papa desde América. Y muy arraigada en las tradiciones y fiestas populares gallegas, ya sea frescas, cocidas, asadas o en almíbar. Más de uno recordará haber esperado el otoño para esperar que los erizos asomaran entre las ramas, y luego recogerlos con entusiasmo del suelo para la fiesta del Magosto el 11 de noviembre, cuando salíamos al monte a comer castañas asadas alrededor de una hoguera, como si de rito pagano se tratara. El origen de la castaña europea parece estar en Asia, y ya los antiguos griegos las mencionaban como parte de su dieta, y los romanos elaboraban harina. En cada país hay variedades diferentes, pero la gallega se destaca por su textura no harinosa, su exquisito sabor dulce, y por la facilidad de pelado (características que facilitaron que consiguieran su D.O.) La castaña es un alimento rico, muy nutritivo, compuesto en su mayor parte por agua e hidratos de carbono, y con muy bajo contenido calórico. Antes de la llegada de los romanos se llamaba al castaño “árbol del pan”, porque de el se obtenían las castañas que transformaban en harina para prolongar su conservación. Durante toda la Edad Media y hasta principios del siglo XX fue alimento principal y a veces único en toda Europa, especialmente en las comunidades rurales. Claro que también a partir de la castaña se elabora uno de los dulces más exquisito y apreciado del mundo: el “marrón glasé”, el caviar de las golosinas, y tal vez heredero de las frutas confitadas con miel que tanto alababan los antiguos griegos, y propio de paladares exigentes como el del rey Luis XIV, quien lo consumía con placer en su corte de Versalles. De hecho, todavía Francia consume el 40% de las exportaciones de nuestras castañas. Aquí en Argentina, algunos paisanos se especializaron en elaborar castañas en almíbar o puré para uso en repostería, aunque dependieron de los avatares económicos del país para importar castañas gallegas o recurrir a otros mercados para proveerse. Vamos a darnos el gusto, entonces, de comer algo de cerdo con castañas (recuerdo que en un tiempo casi todos los banquetes en Centros de nuestro colectivo tenían como plato principal el afrancesado “carré de cerdo con ciruelas”).
Ingredientes-Costillas de cerdo con castañas: 4 costillas de cerdo, 200 grs. de castañas peladas y cocidas, 2 cebollas, 2 dientes de ajo, 2 tomates maduros, 2 zanahorias, 1 cucharada de coñac, 4 cucharadas de aceite de oliva, sal, pimienta, 2 vasos de agua o caldo de carne.
Preparación: Cortar las cebollas, las zanahorias y los ajos en rodajas finas. Cortar en gajos los tomates sin piel ni semillas. Reservar. Poner una cazuela con aceite al fuego, incorporar las costillas salpimentadas y sellarlas. Añadir las verduras y cocer a fuego vivo, revolviendo de vez en cuando, 15 minutos. Rociar el coñac. Y dejar cocer 5 minutos. Retirar la carne. Verter el agua o caldo caliente y cocer 5 minutos. Procesar las verduras junto a las castañas, y volver al fuego 10 minutos. Calentar la carne, y presentar con la salsa por encima.